... Ere*

sábado, 31 de mayo de 2008

 

Instantes de la vida en que crees no poder dar más y cuando crees ser quien más sufre te das cuenta que estás rodeado de cosas maravillosas. Instantes en que cuando más alto volamos, más rápido caímos, sin embargo esa caída es más dulce si alguien está dispuesto a atajarte aunque sea para amortiguar un poco el golpe.

Creer que el mar se nos acaba, que el cielo se nos cierra y que las nubes ya no nos darán caricias aguaceras; pensar que la luna no volverá de sus viajes o que de pronto ya no queda polvo estelar en el firmamento, aquel manto oscuro y puro que da placer a cuanta ánima lo busca en él; impedir que nuestros ángeles hagan su trabajo solamente porque quiere invadirnos la soledad o derramar nuestras esperanzas ante la más mínima piedra que puede hacernos tumbar... Todo eso hace que alguien pierda todo lo que se la ha entregado al nacer y que está intacto, está virgen y que nadie nos lo puede arrebatar salvo nosotros mismos con arrogancias inútiles.

Así mismo es como no nos damos cuenta del amor que se nos da tantas veces, pero estamos demasiado cegados... No entendemos el por qué nos suceden estas cosas y estamos tan enfocados en aguas turbias que no podemos distinguir un pequeño arroyo que podría llevarnos a aguas más dulces y prosperas. Pero muchas veces ese arroyo se seca ante nuestro inconsciente falta de no saber mirar más allá de la penumbra, de la oscuridad misma que nos consume y que dejamos que nos consuma... Actuamos como si la muerte nos rondara, y aunque puede que se haya muerto algo de nosotros, algo de nuestro ímpetu y esperanza siempre algo renace de esa misma ceniza como un fénix dándonos nuevas llamas, nuevas alas para volver a brillar en el cielo, volver a surcar los mares y ver nuestro reflejo sonriente y fulguroso... y al anochecer aquella a quien creíamos perdida vuelva a mostrarse ante nosotros y danzar y danzar hasta embriagarse de tanto polvo, abrigándonos con el manto que proclama nuestra protección.


Hau dubitatum, solus la spes foveo...